domingo, 15 de enero de 2017

EL BUSCADOR DE LÁMPARAS

Lo que más nos llamó la atención, la primera vez que lo vimos por el pueblo fue la enorme piedra roja que, ostensiblemente, lucía en el índice de su mano derecha. El hecho de que fuese gitano hizo suponer a muchos, injustamente, que era robada, aunque otros, los más sensatos, insistían en que la misma ostentación con que la mostraba era prueba evidente de que no se veía en la necesidad de ocultarla y de que, probablemente, sería tan sólo una piedra falsa, una de esas imitaciones que se hacen con plástico o cristal.


En aquella primera visita no se hospedó todavía en la fonda que había cerca de la casa de mis abuelos, puesto que no pasó la noche entre nosotros... Pero no fue la única vez que lo vimos. En aquella ocasión había aparecido por el camino que viene de Aliaga, sin que nadie atinase a explicarse, ni se atreviera a preguntarle, de dónde venía, puesto que, como todo el mundo sabe, ese camino muere convertido en senda.
Se ofreció de puerta en puerta, seguido por una recua de chiquillos, para el arreglo de cacharros de barro. Decía que era lañador, aunque no llevaba a la vista ninguno de los instrumentos que suelen usar los de tal oficio, que tan bien conocíamos en el pueblo y que, hoy en día, tantos años después, ya ha desaparecido... Nadie tuvo necesidad de sus servicios, pese a que todavía se utilizaba el barro para guisar y los lebrillos apenas empezaban a sustituirse por los barreños de plástico. Sólo María, la Arropes, la que nunca se casó porque siempre tuvo fama de conceder sus favores, y no a cambio de dinero sino tan sólo de promesas, le dejó entrar en su casa para que le matase, según dijo y luego se vio, una culebra que se le había metido en el corral y tenía alborotadas a las gallinas. El gitano salió enseguida, sonriente y con el rígido reptil en la mano, lo tiró al medio de la calle y los niños, que habíamos esperado apelotonados en la cancela, nos peleamos por hacernos con ella; mientras las vecinas, desde la acera de enfrente o desde las ventanas, cuchicheaban unas con otras. La Arropes desdobló y le ofreció un billete arrugado que siempre guardaba en uno de los bolsillos de su mandil, pero él se negó a tomarlo.
– No, no... –protestó el hombre–. Esto ha sido un favor de un servidor de usted.
– Tómese al menos un vaso de vino –lo invitó ella, volviendo a doblar el billete antes de guardarlo.
Y se entraron nuevamente en la casa. Algunos dicen que entonces le oyeron murmurar si no habría por allí una vieja lámpara, de aquellas que iban con aceite... Pero nadie pudo asegurarlo, aunque todo lo que luego ocurrió haga suponer que bien pudo ser así.

II

Vino por segunda vez varios meses después. Lo hizo en una vieja furgoneta, casi sin ventanas, un modelo que nunca habíamos visto por el pueblo. Paró en la plaza, junto a la iglesia, y bajó de la baca una caja de tablas con la que improvisó un puesto de venta de ropas de mujer. Enseguida se formó un corro de ellas a su alrededor y, aunque ninguna compró, todas estuvieron de acuerdo en reconocer que las prendas eran muy bonitas y que, de haber tenido algún dinero, se habrían comprado algo para los domingos. La que más y la que menos esa noche anduvo desvelada recordando una blusa color salmón o una falda rosa que parecía de capital. Él, por su parte, aunque no vendió nada, no se movió de Pitarque en todo el día, sino que, una vez desmontado el puesto, se llegó hasta nuestra calle y, tras ajustar el precio en la fonda, se decidió a pasar allí la noche, para seguir su camino a la mañana siguiente. La dueña de la posada, el ama, era una mujer enormemente gorda, que había enviudado hacía muchos años, cuando su único hijo era todavía un niño de meses. Se había visto en la necesidad de abrir el negocio para subsistir de mala manera con lo poco que le dejaba un puñado de chatos, que servía bajo la parra del patio y, de uvas a peras, si algún viajante comía o dormía en la casa. Después de la cena habló largo rato con el gitano, mientras el hijo (que había llegado ya a la edad de emigrar a Zaragoza), servía a los parroquianos de siempre el mismo y picado vino de siempre. Ella contaba un pasado que, aunque igual de mísero que el presente, se le antojaba grandioso; y él escuchaba atentamente, mientras se hurgaba los dientes con un palillo... Sin embargo, en un momento dado, el gitano abrió desmesuradamente los ojos y se levantó teatralmente:
– ¡No! –exclamó.
Los pocos contertulios que permanecían en el comedor de la fonda, se quedaron callados con la vista vuelta a la escena. La mujer se mostraba sorprendida, tratando de recordar cuales habían sido las palabras que, sin quererlo, así lo habían puesto.
– ¡No puede ser! ¡No me diga que es usted la viuda de Manolo, el Salsigrero!
Sí que lo era. Y recordaba haberlo dicho más de una vez a lo largo de la noche, sin que el hombre hubiera caído en la cuenta de que el tal Salsigrero era su amigo Manolo del alma, más que amigo, un hermano junto al que se había criado desde la más tierna infancia y hasta el día en que el destino los separó. Declarado esto entre lágrimas, llamó al muchacho, lo abrazó efusivamente y le pidió que de allí en adelante lo llamara tío, pues que como tal habría de considerarlo, y que supiese que, si bien ya no podría remediar su orfandad, ni encontraría hombre tan valioso como su padre, ya no volverían a sentirse, ni él ni su madre, solos o desamparados. Le entregó como prueba de afecto el famoso anillo de la piedra roja y todos los presentes se alegraron con la buena nueva. El vino corrió por la cuenta del tío para quienes quisieron beberlo, que fueron todos, y especialmente para él, que acabó sobre una mesa, abotargado por el alcohol y murmurando no se sabe qué sobre una lámpara antigua, de aquellas que iban con aceite. La viuda y su hijo lo llevaron hasta el cuarto que le habían preparado y allí durmió hasta bien entrado el día siguiente.
Antes de marcharse aquella mañana, llamó a su sobrino para reiterarse en todas sus promesas y preguntarle acerca de su vida y de sus proyectos. Le dio algunos consejos que pudieran servirle de guía en medio de las dificultades y luego, ganada su confianza, le preguntó por la marcha del pueblo, por los alrededores y sus costumbres; tuvo gran interés en saber de las cuevas que había por la vecindad y las leyendas que corrían sobre las mismas... Insistió en si no habría alguna que se llamase del Tesoro o algo así. Por último, según contaron algunos después y los hechos parecen confirmar, antes de perderse de vista por el fondo de la carretera, con su furgoneta humeante y la caja llena de faldas rosa y blusas color salmón, se les vio a los dos, tío y sobrino, merodeando cerca de Pitarquejo, por donde un día se dijo que se habían encontrado monedas antiguas, de cuando los moros; aunque luego se sospechó que todo había sido un ardid inventado por el dueño de las tierras que, de esa manera, pretendía venderlo con mayor facilidad en tiempos tan malos como los que corrían.

III

La última vez que se le vio por el pueblo todavía llegó en la vieja furgoneta de la visita anterior, pero esta vez la traía cargada de lámparas eléctricas con tulipas de colores.
No las vendía. Las cambiaba por otras viejas, de aquellas que iban con aceite.
No paró en la fonda de nuestra calle. Según se supo entonces, la última mañana que había pasado en el pueblo, antes de irse con las faldas y las blusas que había traído al mercado, se peleó con su “sobrino”, porque el muchacho se negó a meterse en una especie de agujero o madriguera que encontraron cerca de Pitarquejo. Esta historia, un tanto deformada al pasar de boca en boca, creó un halo misterioso en torno a la ya familiar figura del gitano; así es que las madres encerraron a sus hijos más pequeños tan pronto como supieron de su regreso, tratando de encontrar relación entre las últimas desgracias ocurridas y las periódicas visitas del hombre; hubo hasta quien recordó la desaparición de la Antonia, la hija mayor de los Morochos, a quien, aunque eso había ocurrido hacía más de un año y varios mozos creían haberla visto en un burdel de Morella, la gente prefería imaginarla raptada mediante polvos y bebedizos mágicos de esos que aniquilan la voluntad.
La mayoría, pues, se mostró esquiva. En muchas casas no le abrieron la puerta, aunque desde las ventanas lo observaron con inquietud.
Él, indiferente, seguía pregonando su mercancía como si supiera que, a pesar de todos los resquemores, esta vez tendría más suerte que las anteriores y que, tras la tan anhelada búsqueda, daría con al menos tres de aquellas lámparas antiguas de aceite que, gustosamente, cambió por otras tantas eléctricas.
Nunca más volvimos a verlo por el pueblo, pero apareció algún tiempo después en la pantalla del televisor que empezábamos a ver en el casino. Nadie supo explicar qué hacía allí pero era, por lo que se veía, todo un señor. Volvimos a verlo en el NODO, un domingo, antes de la película de vaqueros, al volante de un lujoso descapotable y, más tarde, en una revista que recibían en la peluquería. Siempre aparecía acompañado de hombres célebres y mujeres hermosas. 
A partir de entonces todos se disputaban el haber sido más amigo de él que nadie... El ama de la fonda hablaba a todas horas de su “cuñado” y lucía el anillo de la piedra roja que les regaló y que ella le había arrebatado a su hijo, después de llenarlo de improperios, por la desconsideración que meses atrás había tenido con su protector. María, la Arropes, contaba todos los días cómo había entrado en su casa para matar una culebra y luego, guiñando pícaramente un ojo como para dar una segunda intención a sus palabras, exclamaba:
– ¡Es todo un hombre!


Sólo quienes le habían entregado las viejas lámparas, a cambio de las eléctricas, se mostraban taciturnos, porque les iba corroyendo por dentro el temor de que fuera cierto el rumor que había empezado a extenderse por el pueblo. Unos a otros se preguntaban qué tendrían que ver la lámpara que tanto buscó con aquella gloria repentina y, aunque nadie se atrevía a hablar abiertamente de ello, a escondidas, por miedo al ridículo, quien más y quien menos desempolvaba y frotaba afanosamente cualquier viejo candil, cualquier desechada lámpara de aceite, con la esperanza siempre frustrada de que se produjese el prodigio.

LUCHAS Y TESOROS

Supongo que fue el asfalto de las calles, o la llegada del primer televisor, lo que acabó con las “luchas”, con esa despiadada forma de jugar que nos llevaba a agruparnos en pandillas y pelear, unos contra otros, a pedradas… Visto con la distancia que, en el tiempo, me separa de la Calle de Atrás, se me ocurre pensar que aquello era jugar a vivir, lo mismo que las tómbolas que hacíamos para rifar nuestros tebeos, los circos que imitábamos o cualquier otro de los juegos que inventáramos y que, con el paso del tiempo, ha terminado por perderse.
La casa de mis abuelos, en la Calle de Atrás, tenía un corral grande, al que se salía desde la cocina por una puerta de madera con cristales, o se entraba por los postigos, si uno venía de fuera de la casa. Junto a la primera crecía una parra que, además de uvas, daba sombra en los días de verano; al lado de las portadas, un porche de cañas y la sarmentera donde se apilaban las gavillas que avivarían el fuego del invierno, hacían el mismo papel. El patio era mi refugio y allí pasaba muchos de los ratos que me dejaba libre la escuela o en los que no estaba en la calle, jugando con Domingo al juego que estuviera de moda. Allí podía entretenerme con el zompo o las bolas del “gua”, sin ayuda de nadie; jugar incluso a las chapas, tirando a la vez con dos “chavos” para hacer mi propio papel y el de un rival imaginario… y, sobre todo, escondiendo mis tesoros en la tierra.
Así como para luchar era necesario entrar en una banda y encontrar otra con la que apedrearse, para hacer un tesoro prefería esconderme entre las enjalbegadas tapias de mi patio y que no me vieran. Por un lado porque nadie debería saber dónde se encontraban enterrados aquel puñado de silvestres margaritas que rodeaban un cromo, una canica de barro cocido o cualquier otra fruslería que, cubiertos por un pedazo de cristal y tapados con tierra, volverían a aparecer ante los ojos de quien, con sumo cuidado, frotara con los dedos en el lugar exacto; y, por otro lado, porque éste (como las parejillas, la comba y tantos otros), era un juego de guachasy me hubiera avergonzado que alguno de mis amigos, con los que iba a la lucha, me sorprendiera en ello.
De cualquier modo todo ello pasó y, como tantas otras vivencias de aquel tiempo, ha quedado relegada al olvido de donde sólo borrosamente (como si con los dedos frotara la tierra para ver el tesoros que celosamente guardé bajo un pedazo de cristal), aparece de tarde en tarde, sin que pueda saber muy bien si fue el asfalto de las calles, o la llegada del primer televisor al casino, lo que acabó con aquellos juegos.